28 abril, 2024

Carta abierta a Augusto Fernández, el Último Emperador

Llegó un 1 de enero como el que no quiere la cosa. Sin hacer mucho ruido, el nuevo refuerzo del Club Atlético de Madrid aterrizó en la que sería la capital del fútbol aquella temporada para dar más amplitud a una plantilla que meses después jugaría una final de toda una Copa de Europa solo dos años después de caer en Lisboa. Para llegar a Milán, en un contexto dificilísimo, con el Barcelona teniendo el campeonato liguero en el bolsillo y tras sufrir el día 27 de ese mismo mes la eliminación de Copa ante el que fuera su equipo durante las tres campañas y media anteriores, hacía falta una figura como la suya. El Atlético de Madrid necesitaba a un mariscal, a un veterano de guerra, un italoargentino nacido en la ciudad de Pergamino, los mismos pergaminos que defendieron los faraones de la época. Pero el Atleti ya tenía su faraón, y Augusto necesitaba erigirse como toda una institución, enfocado a la guerra sin posibilidad de que se le hiciese sombra, así que, como Napoleón Bonaparte (que ya dejó algún recado a los faraones en su viaje a Egipto), Augusto hizo honor a la ciudad que el cónsul francés bautizó y se convirtió en una de las figuras capitales de la última gran temporada del equipo. Augusto Matías Fernández sería EMPERADOR.

FOTO: AtléticodeMadrid
FOTO: AtléticodeMadrid

Augusto fue breve pero intenso, como ese amor a primera vista que uno intenta (y consigue) reemplazar, pero nunca puede olvidar. Los cinco meses restantes de aquella 15/16 fueron los más extraños del equipo en lustros. Sabiendo que la última baza para lograr un título aquella campaña requería bailar con la más fea, los soldados del ejército cholista, comandados aquella noche por el segundo de a bordo de aquella élite veterana, Juanfran Torres, aún amo y señor del carril derecho en el viejo mundo, guio al Atleti hasta los cuartos de final de la competición más despiadada del planeta. Ante los de Eindhoven, tras los penaltis, y con la suerte de por medio, los de Simeone se enfrentarían a su bestia negra en el ámbito nacional, que acabó siendo para el propio Atlético de Madrid la bestia negra continental de su homónimo en aquella antesala a las semifinales. Con un cadete joven y aventajado, que no inexperto, los rojiblancos se adelantaron con una avanzadilla protagonizada por Gabriel, Saúl y el mencionado (Griezmann) al equipo donde militaba y milita el más grande de todos los tiempos. Con Filipe emulando lo que hizo en 2014 y gracias al tempranero gol de Torres en la ida, un doblete de Antoine bastó para seguir con vida en la batalla.

Ante aquella situación con ya solo cuatro ejércitos en pie, diezmados por el sufrimiento y la guerra acontecida unas semanas antes, los colchoneros se midieron a las tropas más feroces y perfeccionistas de la competición. Los bávaros esperaban. Y es aquí donde aparece el protagonista de nuestra historia. Sus cuatro meses anteriores en el club habían sido muy buenos, sorprendentes para la expectación y el precio que se pagó a los gallegos, pero lo de aquel miércoles 27 de abril de 2016 fue otro cantar. En aquella primera cruzada, demostró que efectivamente, estaba hecho de otra pasta. El Atleti no solo se midió al equipo más dominante de esa temporada, sino que el propio Augusto tuvo la labor de mirar a los ojos al centrocampista que, a priori, más papeletas en el mundo tenía para comérselo, a él, y a Gabi. Arturo Vidal estaba encontrando su fútbol en Múnich meses antes de levantar su segunda Copa América, y parecía en esos compases finales de temporada que, honestamente, no había quien le tosiera. Si bien la vuelta la protagonizaron los guardametas, en el Calderón se vio un duelo de centrocampistas de oficio como no se volvió a ver desde entonces en competición de clubes. Del partido de “Augu” escribió servidor hace tiempo, pero por poner en contexto del correcalles más insano que jamás vieron mis ojos, solo recordar el balonazo que recibe en el minuto 74 (¡Y dónde lo recibe!) para ir desgarrándose a la ayuda y acabar cortando la circulación de balón de Thomas Müller.

Un año y medio después de aquello, Augusto se despide de la que ha sido su casa durante este tiempo para poner rumbo a China, a curtirse en batalla ejerciendo una labor de emperador un tanto distinta para aunar fuerzas con los samuráis del país del sol naciente, en un intento desesperado relacionado con la fomentación de “the beautiful game” en todo el continente asiático, con el fin de mejorar la competitividad en oriente. Quizás él, hombre precisamente competitivo como el que más, está mirando por vez primera el bien común y, como ya hizo Paulinho Bezerra en el Guangzhou Evergrande, gastar el último cartucho disparando a la propaganda de Rusia 2018 para escribir, junto a Lionel y los suyos, su nombre en oro de una vez por todas. Ya no quedan muchos más como él. Augusto Matías Fernández es un tipo único en su especie. ¿El pero? Que a orillas del Manzanares solo se le disfrutó durante un período de tiempo cuan largo como es un amor de verano. Porque, al fin y al cabo, Augusto fue breve pero intenso, como ese amor a primera vista que uno intenta (y consigue) reemplazar, pero nunca, nunca, jamás, puede ni podrá olvidar.

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