14 mayo, 2024

Atlético de Madrid 2-0 Real Madrid. Copa del Rey 1991/92

Todo empieza con Luis Aragonés repasando todos los aspectos y movimientos tácticos previstos con la ayuda de una pizarra en el vestuario del Santiago Bernabéu. «¿Lo han entendido?» Todos asienten «¿Lo han entendido?» Repite. «¡Pues todo esto no sirve para nada! Lo único que cuenta es que estoy hasta los huevos de perder con éstos, de perder en este campo. Lo único que cuenta es somos el Atlético de Madrid y que ahí dentro hay 50.000 dispuestos a morir por ustedes. ¡Hay que morir por ellos, por esta camiseta, por vuestro orgullo! ¡Hay que salir y decir en el campo que solo hay un campeón, y que va de rojo y blanco!» 

FutreDespués de semejante arenga, los Abel, Tomás, Soler, López, Solozábal, Donato, Vizcaíno, Manolo, Schuster, Futre y Moya salieron desde el minuto 1 a cumplir el discurso palabra por palabra. Sin hacer prisioneros. Pero empezemos por el principio, para contextualizar. Alrededor de mes y medio antes, el Atleti se dejó la Liga en ese mismo estadio después de tener a los blancos contra las cuerdas con un 0-1 y un 1-2. Ganando, los de Luis eran líderes con un punto de ventaja. Era el antepenúltimo partido de Liga, ellos estaban groguis y nosotros teníamos el control de partido y las ocasiones. Lamentablemente consiguieron darle la vuelta al partido gracias a ese gen que les caracteriza y ahí se escapó aquella Liga. Después ellos también la perderían en Tenerife en favor del Barça.

Con todo aquéllo tan reciente, llegó el 27 de junio de 1992. Todos teníamos ganas de revancha y Luis habló antes de empezar al partido por boca de cada uno de los 50.000 que efectivamente estábamos allí. Se tardó poco en empezar a desnivelar la balanza. En el minuto 6 una falta a Manolo en la frontal del área fue ejecutada de manera sublime por Schuster en la escuadra derecha de Buyo para hacer el primero. En ese momento la mitad del estadio se volvió loca. No quedó ahí la cosa. El Atleti continuo barriendo del campo a su oponente. Presión asfixiante en todo el campo y cada robo se convertía en una contra vertiginosa. Schuster y Moya tuvieron el segundo en sus botas. También hubo un derribo de Buyo a Schuster dentro del área no pitado por Díaz Vega. Hasta que un balón en profundidad de Manolo a Futre fue controlado por éste para, en carrera, escorado y con Chendo encima, encañonar a la misma escuadra derecha de Buyo. Era el segundo. El éxtasis. La locura más bonita que se podía vivir. El portugués se fundió con todo el banquillo en una piña y la mitad norte de la grada se fundió toda en sí misma. Llegamos al descanso esperanzados, pero no confiados. Bien sabemos que aunque parezca que están muertos, ellos siempre reviven.

Y la segunda parte comenzó con un penalti a Butragueño. Nos echamos todos a temblar. Míchel se dispuso a lanzarlo. Fuerte y a su lado natural. En la misma dirección que se tiró Abel para rechazarlo y echar el cierre a la final. Ahora ya sí que no se escapaba. Solo faltaba saber cuántos más iban a caer del lado rojiblanco. Aún quedaban dos maravillosas galopadas de Futre dejando en evidencia a Sanchís, Tendillo y, sobre todo, Chendo, que estuvo persiguiendo su sombra todo el partido. Dos galopadas de época que Vizcaíno primero y Moya después echaron fuera con todo a favor. De esa segunda galopada queda imborrable el recuerdo de un sonrojante caño a Chendo en la línea de fondo.

El marcador ya no se movió. Futre levantó la Copa. La octava Copa del Rey. En su propia casa, una vez más  (no sería la última), muriendo por aquellos 50.000. Recordando que allí solamente había un campeón: el que iba de rojo y blanco.

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