
FOTO: AtléticodeMadrid

Minuto 64. Llega el momento más ansiado, no ya desde hace cinco meses, sino desde mayo de 2014. Diego Costa volvía a pisar un terreno de juego con la camiseta del Atlético de Madrid, aquel al que dejó como campeón de Liga y a un paso de ganar la Champions. Al tiempo que la pantera entraba santiguándose todos rejuvenecimos tres años de golpe. Finalizaban más de mil días de travesía en el desierto y de trasiego de delanteros que no han hecho sino aumentar la añoranza por sus remates imposibles, sus arrancadas y su espíritu indómito que tanto desespera a los contrarios. Cinco minutos le bastaron para cazar a ras de suelo un balón insulso que cruzaba por el área con la bota del defensa rival clavada con mala fe en su pierna derecha y conseguir su primer gol, celebrado con rabia antes de quedar maltrecho fuera del campo. No fue suficiente para tumbarle. Con gestos de dolor y con la pierna a rastras volvió al campo como si su vida dependiera de ello. Como si aquello no fuera un todo o nada. Lo que siguió fueron dos o tres arrancadas de las de siempre, varias combinaciones con Griezmann y Vitolo. También le cosieron a patadas y empellones. En un momento se convirtió en Keanu Reeves, el protagonista de John Wick, con todos los matones de Nueva York detrás y él acabando con ellos maltrecho, ante la permisividad de Burgos Bengoetxea, que empleó en su arbitraje la máxima de arbitrar sin arbitrar durante los noventa minutos.
Veinticinco minutos de un partido de Copa ante un equipo de Segunda B fueron suficientes para sentirnos más jóvenes y para que se nos dibujara una sonrisa enorme en la cara. No solamente a nosotros. En el campo todos sonreían. Él eclipsó todo lo demás: los primeros veinte minutos malos del equipo, el 0-2 al descanso y hasta el debú de Vitolo, que no desentonó y aportó mucho trabajo, descargó a Saúl y se fue arriba con determinación cuando fue necesario, combinando con Griezmann y el propio Costa.
El 0-4 final fue casi lo de menos. De repente el mundo era un lugar mucho más amable. El orden de las cosas volvía a su sitio. Veinticinco minutos nos acababan de devolver la felicidad. La vida.