Así se podría definir el partido del Atleti ante el Barça. Un equipo a caballo entre lo que viene siendo esta temporada en más ocasiones de lo que nos gustaría y el que hemos sido en estos últimos 5 años.
La primera parte fue una continuación del pasado sábado en Mendizorroza. Un equipo demasiado largo, timorato, que llegaba siempre una décima tarde a todos los balones divididos y que perdía todos los duelos. La fragilidad de un medio campo, con un Saúl especialmente calamitoso y un Juanfran muy pegado a la cal que apenas venía a ayudar al centro, provocó que la defensa fuera un flan constante. Messi y Suárez campaban a sus anchas encarando a los centrales en carrera, que es lo peor que le puede pasar a un central porque a su espalda queda un espacio similar a un agujero negro.
Así vinieron los dos goles. El primero tras una pérdida absurda de Saúl ante Mascherano que dejó completamente vendida a la defensa. Y El segundo, precedido por el lanzamiento de una falta atrapado por Cillesen y jugado en largo por éste a Luis Suárez que arrastró a Filipe dejando todo el espacio para Messi, al que le llegó el balón con los centrales aún volviendo de la jugada anterior. Controló a sus anchas y de un latigazo la puso donde quiso. 0-2 y un golazo, cierto. Pero también cierto que nadie le hizo la cobertura a tiempo a Filipe Luis. Nadie.

Tras el descanso Simeone agitó al equipo. Bueno, a tenor de cómo salieron, debió zarandearles a todos uno por uno en el vestuario, porque el equipo sin alma que deambuló por el césped durante la primera parte se trasformó en una estampida de lobos a la caza de un rebaño de corderitos asustados. La salida de Vrsaljko devolvió a Juanfran a su posición natural y la entrada de un Torres eléctrico ante su víctima propiciatoria favorita provocó un toque a rebato inmediato que se trasladó a la grada de la misma manera. Volvió a aparecer la mística de la unión equipo-Simeone- grada. Volvió la mística del Calderón. La mística que es capaz de empequeñecer a los mejores equipos del mundo. A cada arreón el Barça se fue asustando más y más, hasta que llegó el gol de Griezmann. Aún no estaba perdido todo. Faltaba más de media hora y por fin había vuelto el rodillo, comandado por la vieja guardia. En especial por Gabi y Torres. Ambos se echaron el equipo a la espalda y provocaron un constante dolor de muelas a Marscherano y André Gomes, que se diluyeron como azúcar en el café. Por fin los laterales llegaron en oleadas, Koke distribuyó balones sin parar como solo el sabe y el dúo Godín-Savic recuperó la solidez atrás. Hablando de los laterales, me gustaría hacer una especial mención a Juanfran. El Cholo sabe mejor que nadie lo que le conviene a este equipo, pero en mi modesta opinión, Juanfran está aún a años luz de Vrsaljko defendiendo y atacando. Dicho esto, yo no soy nadie, y Simeone lo es todo.
Al final, si algo salvó al Barça del empate, y quién sabe si de algo más, fue la falta de acierto en el remate (¡ay, el dichoso 9!) y la sibilina actuación del colegiado, De Burgos Bengoetxea, con su doble rasero a la hora de sacar tarjetas y a la hora de pitar faltas. Especialmente sangrantes fueron la que le hizo Marscherano a Gabi tras un robo en la frontal del área y la que le pitó a Torres cuando se iba solo a la contra después de una un robo limpio a Piqué que este adornó con una caída fulminante. Sin embargo, la guinda fue los 2 minutos de tiempo añadido que dio a partir del 90, tras 6 cambios y diversas paradas de juego. Lamentable. Uno se acuerda de los 5 minutos que dio Kuipers en la final de Lisboa y no sabe si partirse de risa o ponerse a llorar. En fin.
En conclusión, la cara mostrada en la segunda parte es el camino. El que se ha seguido hasta aquí y el que se debe seguir a partir de ahora. Estamos a tiempo. Seamos Mr. Hyde, la criatura con la que nadie se atreve a cruzarse. La que atraviesa el acero como si fuera cartón.